lunes, 15 de noviembre de 2010

Cartas desde el frente occidental

La luz de las farolas, como si fuese un albaricoque de metal, se refleja en los pocos charcos que aún permanecen, la calle parece moverse debido a un extraño fenómeno óptico y el asfalto me recuerda esos zapatos de charol negro, lucido, de cuando era pequeña y con los cuales siempre me resbalaba.
Mirando por la ventana, la idea es la misma: resbalarse sobre las últimas gotas de lluvia en un día mojado por un lloviznar lento y casi incorpóreo, pero constante y determinado a no dejar ni una esquina seca entre cielo y tierra.
El cielo se ha metido al sol en el bolsillo y ahí se ha olvidado de él, como centavos que valen poco o nada. De vez en cuando, se engancha en los céntimos reales que dormitan en el fondo y tintinea y vibra, pero no hay nadie dispuesto a escuchar. Entonces, se  queda en su sitio y deja que hagan.
Ayer fue un día así, perezoso y sin promesas, que se ha deslizado casi anónimo, uno entre tantos en el calendario que muestra el Partenón, la Acrópolis en una extraña luz nocturna, asomada al mes de Noviembre, y sin embargo recordando un calor veraniego, el de una ciudad que duerme ensimismada en su antigüedad.
Un mes sí y otro no aparece en el calendario, casi por magia, la foto de Don Valerio, entre buganvillas o piedras blancas, entre monumentos o calles adoquinadas, apoyado a un olivo que crece soleado, vestido de blanco.
Y en las otras páginas, seis exactamente, está Atenas en su esplendor histórico y antiguo, clasicismo que se funde con modernidad, monumentos milenarios en un escenario nocturno de una ciudad bochornosa y maltratada.
Don Valerio siempre ha sido para mí un amparo donde poder adormilarse, donde saciar mi ansiedad de saber o solo el sosiego después de la tormenta perfecta.
Me acuerdo que mi madre, cuando me veía confundida o preocupada, me decía siempre: “ Ve donde tu Don Valerio”, porque sabía muy bien que luego habría vuelto en paz conmigo misma y con mis dudas.
Siempre ha sido ese padre del cual me habría gustado recibir caricias y que, al contrario, nunca supo meter su mano en mi cabellos para suavizar o al menos refrescar mis temores, mis incertidumbres de adolescente.
Entonces estaba él, el Don, que sabía hacer, sabía encontrar las palabras o, muy a menudo, sabía escuchar en silencio, sin molestar mi inquietud que a veces se volvía barrera y no dejaba espacio al flujo natural de la vida.
Pero justo en el silencio hablaba, no solo al corazón, también los pensamientos se hacían pequeños riachuelos que de repente encontraban su camino hacia el mar.
Me acuerdo perfectamente del claustro del convento, las columnas de piedra y a su alrededor el prado que se extendía como una sabana verde, los pórticos y los largos paseo contando los pasos y dando miles de vueltas alrededor; las  abejas que zumbían tranquilas, seguras que nadie las habría molestado, buscando flores y plantas en su frenético trabajo cotidiano; la biblioteca que cada vez me dejaba sin palabras, el aliento se paraba y la mente estaba atenta a lo que desde los antiguos manuscritos podía brotar.
Siempre esperé que de repente las palabras salieran de los libros y que los encajes que las trazaban, volviesen a bailar a mi alrededor como cuando las escribieron, desde un tintero y una pluma viejos de siglos, y empezaran de nuevo las danzas del saber preciso, desde los dedos expertos que las crearon.
Era como volar en el medio del tiempo que ahí mismo se había parado, descubrir secretos y conceptos a lo mejor ya desaparecidos en el caos de un pasado que no vuelve, y que, sin embargo, se dejaba espiar, ojear y, bajo algún aspecto, se manifestaba.

Y luego, un buen día, soy yo la que partió hacia otros tiempos, más modernos y dolorosos, y la relación de rompió inexorablemente.
Nos reencontramos desde hace poco, cuando retomé en mis manos mi vida que ya se parecía a un libro sin prólogo ni índex, con una trama compuesta de episodios desatados, sin casi enlaces entre ellos.
También en el reencuentro no hubo palabras, sino un abrazo que parecía contar los años vividos, silenciosamente.
Solo lágrimas para marcar un tiempo que volvía en las palabras sin decir, y que sin embargo lavaban años de soledades y malhumores, también días de alegría y satisfacciones, sin dudas, pero siempre sellados fatalmente por la necesidad de esa caricia que muy a menudo no se producía.
Don Valerio es, como en las fotos del calendario, ese punto firme, la realidad que va y viene y también la necesidad de volver al cauce desde el cual se partió: volver para reencontrarse, para no olvidar, para renovar el propio existir y darse cuenta, al menos durante un instante que, si se anhela al futuro, no se puede dejar atrás los deseos y las esperanzas de ayer.
En cambio, a menudo, yo pedaleo rápidamente y no veo pasar delante de mí las fotos y lo que distingue y subraya lo que soy: en la prisa, me siento como un confeti que ya voló lejos, cuando tendría que verme como una cometa empujada por el viento, pero con un hilo sutil que me agarra y me enlaza a hechos y personas tan importantes en lo que ha sido mi vida hasta hoy.
Nos escribimos Don Valerio y yo y lo raro es que ahora, a veces, siento que nos intercambiamos los roles: él se ha hecho como más débil, pienso incluso que exista como una pequeña grieta en la solidez de su fe. Leo melancolías entre las líneas, veo añoranzas y frustración…Mientras que yo, al contrario, me he vuelto como una piedra sobre la cual sentarse y retomar aliento, un Cíclope que “ mira el mundo desde un ojo de buey…” y ya no tiene miedo de declarar sus debilidades, de firmar acuerdos de paz consigo misma.
No obstante, sus cartas me llenan de alegría porque, para mí, son las mismas que nos escribíamos hace casi treinta años, aunque si el contenido es, por obvias razones, diferente: pero están escritas a mano, puestas en sobres, con sello y destinatario y luego enviadas por correo…y todo suena anacrónico en este mundo computerizado, pero sin duda para mi es leve y pausado en la carrera del vivir cotidiano.

El cielo se divierte en la brisa ligera de la mañana, se mueve con gracia y evanescente en el aire, da vueltas pasajeras y luego vuelve sobre sus pasos.
Mientras, al fondo de la calle,  entre la obscuridad y la luz anaranjada de las farolas, en breve, nubes claras llevaran de paseo a la noche hacia el otro hemisferio que es el mundo desconocido.
Saluti e baci…

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