viernes, 12 de noviembre de 2010

"Las estaciones y las sonrisas..."

Hay una bruma sutil que acaricia espontáneamente las caderas de las casas delineando un perfil casi humeante como en una taberna de las viejas llenas de humo y de olores.
La niebla sabe a lluvia, a humedad, a tierra mojada y, como todos los olores, posee su propio núcleo, un corazón que late en la nada y la devora.
“ Los olores se detienen a memoria, “ –dice Mauro Corona, autor, escritor y escultor italiano, en su maravilloso libro “Fantasmas de piedra”- “ basta con nombrarlos y te llegan bajo la nariz, los hueles como si estuviesen ahí…”.
Y es una verdad grande y antigua como las montañas donde él vive: yo también pienso en los olores que, en los años, me han estado acompañando y, ahora que estoy lejos, me es suficiente un gesto de memoria y ellos llegan y te sirven de nostalgia.
A lo mejor, también el olor de la niebla no es otra cosa que un recuerdo, de la niñez, de un tiempo que se ha derretido en el tiempo, quizás…

Hoy la hierba en el pinar estaba blanca, más que ayer, ya casi totalmente escarchada. Las agujas de los pinos se partían bajo los zapatos haciendo un ruido como de charlas tenues y sumergidas, un discurso gastado entre hojas y agujas, como en los viejos tiempos cuando el silencio reinaba en el mundo y ningún ruido molestaba el parloteo denso del bosque.

Aquí, a menudo, me siento como dentro de otro mundo, la naturaleza aún sabe decirte cosas si tiene ganas de parar, escuchar sin contestar o preguntar. Aprendes el juego tupido de la escucha, abres los oídos a cualquier cosa: un silbido ligero del viento entre los árboles que cuenta sus historias y, cuando se haga más fuerte, parece reírse de todo o de alguna cosa que a ti se te esfuma.
Al principio, te sientes como perdida, una intrusa en una existencia que se te hace pequeña, tienes miedo de no estar en el lugar adecuado porque tu cabeza aún está llena de palabras.
Luego, gradualmente, mientras va pasando el tiempo, ese espacio se engrandece y flotas en el espacio solitario, te sientes parte de ese todo que es la naturaleza, la Tierra Madre.
El bosque, entonces, ya no te da miedo, escuchas por el gusto de aprender y no, al revés, para oír ruidos que asustan, porque siempre asusta lo desconocido.
Pues, bandadas de gorriones que se levantan en vuelo produciendo ese sonido ventilado de alas que golpean el aire, empieza a parecerte una orquesta y ya no te da temor.
Como los miles de cantos, diferentes aves de muchos colores, que te acompañan en tus paseos y que no quieren ser una intromisión: esos también te parecen canciones y melodías, con o sin palabras, música que asciende al cielo y en el cielo escribe su partitura musical.
Los árboles seculares que están abrazados a la tierra por medio de sus raíces, señores y sin embargo nunca dueños, representan la compañía a tu silencio: cuando te sientas sobre un tronco o una piedra que parece tallada y pintada en un escenario inmutado, te ayudan en el camino hacia y dentro de ti misma. Ellos que tienen tanta historia que contar, que enseñar, solamente siguen lo que haces o lo que no, lo que dices o lo que callas, los árboles que sí saben escuchar.
Aquí, perdida y reencontrada, veo el otoño llegar y sentarse entre hojas que él mismo ha pintado con el óxido de sus dedos cansados, que ha arrancado desde los ramos porque ahora sirven de manta para la tierra, porque el ciclo eterno se reproduzca e se renueve.

Veo las estaciones llegar y quedarse, espacio y tiempo que se cogen de la mano.
La primavera, que siempre vimos como una virgen vestal, ahora no vendrá sacrificada. Ahora es una señorita de buena familia, vestida de verdes e de flores, de hierba joven, en su pelo suelto, el perfume de musgo, que deja caer aquí y ahí semillas de vida que vendrá. La veo entrar y salir entre las hojas de manzanos o almendros, de cerezos o melocotoneros, y cada vez dar pinceladas de color, rosa y blanco, el amarillo de las retamas que escalan las caderas de las colinas y nunca se resbalan
Y luego el verano, un adolescente que corre en campos maduros, los rizos entrelazados con los rayos del astro señor, gotitas de sudor que le hacen de corona y los ojos alegres de quien ha cumplido una promesa, de quien  ha satisfecho el hambre regalando granos de trigo que serán harina y luego pan.
Después el otoño: él verdaderamente se hace notar o soy yo que le veo en los matices increíbles de los prados, de las hojas que se vuelven joyas de ámbar, conjuntan su alma a la energía preciosa del universo. Y se vuelven marrones y rojas y amarillas, como un pot-pourri de colores que son como piedras preciadas, collares que encierran los dones de los dioses para la tierra
El otoño es un señor de edad mediana, ya un poco cansado de correr y dar vueltas por aquí y por ahí.
Será por esto que cada cosa parece disminuir su velocidad y el ritmo de la vida se vuelve como una música endulzada por el cansancio; el mundo se para, sentado alrededor de una hoguera, a cotillear, los rumores son el vocerío del viento que canta entre las hojas, son las aves que vuelven pronto al nido cuando baja la noche, rápidamente, como si tuviesen miedo de equivocarse en la obscuridad y de no encontrar su casa.
También las casas, también esas, se vuelven perezosas sombras en el corazón de la noche, las ventanas son ojos iluminadas por luces tenues, todo es reposo, el lento letargo de los siglos.
Y luego, finalmente, ya roto por la espera de un año entero, llega el invierno. Todo se hace blanco, casi transparente, aunque no haya nieve: blanco el prado, de escarcha, como si fuese un fósil milenario, y blanco el humo que sale lento desde las chimeneas como una nube caliente que también calienta los brazos entumecidos del cielo. Blanco es la cabeza de las montañas, esas sí cubiertas o rociadas de nieve, como polvo de almendras molidas finamente, azúcar refinado para endulzar un frío amargo.
Y con el invierno, aunque continúe presentándose a mis ojos como un desconocido, llegan tantas cosas, recuerdos delicados de navidades y regalos hechos con fatiga pero con amor…y todo lo demás.

Así, desde aquí, todas estas cosas las veo y las siento, me pasan cerca cada día y me saludan como viejos amigos.
Aquí, a 800 metros, lejos del mar, de raíces conocidas, volví a meter raíces, nuevas y fuertes,, agarrada a José que es mi tierra conocida.
Aprendí a aceptar el silencio como un mensajero, las estaciones como instantes ritmados, aprendí a observar el carrusel de la vida dar vueltas y a no tener ya miedo.
Saluti e baci…   

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