viernes, 26 de noviembre de 2010

Katis&ili

Tira un viento muy frío hoy.
Como previsto, la perturbación ha llegado, desde el norte, desde el Polo parece, como una red transparente de hielo y nieve que se propaga encima de cualquier cosa.

Hoy Marta, antes de salir de casa, me dijo que estaban cayendo los primeros copos sobre Milán –o Meda, no creo cambie mucho la cosa- y me agarró, sinceramente, una delgada nostalgia.
No es porque me guste la nieve, que va, todo lo contrario: siempre digo que nací en el norte por pura casualidad, porque dentro llevo un fuego solar que brilla al sur, al sur de cualquier tierra, de cualquier continente, de cualquier mundo, conocido o no.
Sin embargo, casi conseguía, en la lejanía, ver esos copos de nieve volar y luego caer depositándose en el suelo.
Me vinieron a la mente días lejanos, días de aquellos años que, después de los veinte, corren como flechas enloquecidas lanzadas rabiosamente desde el arco de la vida: un día en el patio con mi hermana.

No son muchos los recuerdos de mi infancia que pueda compartir con la Katis, éramos tan diferentes y teníamos diferentes necesidades que, a lo mejor, estas mismas diferencias, hacían que nos encontráramos muy poco y que, cuando pasara, fueran a menudo más bien choques.

Pero ella, a pesar de todo, es una de esas personas que siempre estuvo ahí cuando lo necesitaba, cuando necesitaba un abrazo, una caricia o dinero, inútil negarlo!, ella siempre estuvo presente, paladín en el tiempo y guardiana de mis errores.
Me gusta pensar que no lo haga solo porque es mi hermana, sino porque ama de mi la persona que soy, prescindiendo de los vínculos familiares y de sangre.
Y estoy segura que es así porque ella tiene un corazón grande, como una almohada de plumas donde todos o muchos se acurrucan para dormir. Yo también.

De aquel día –volviendo al principio- recuerdo los contornos, recuerdo el frío punzante, recuerdo guantes rojos de esos con un solo dedo y una estrella encima, me parece, parecida a las flores de hielo en los cristales de ventanas antiguas.
Me acuerdo muy bien del patio, grande, vacío, lleno de nieve, totalmente blanco e inmaculado en su palidez, solo hacia el fondo donde estaba prácticamente deshabitado…¿Quién vivía ahí? La Pina con su familia…no, cuando éramos niñas, las casas en fondo al patio estaban vacías, nadie vivía ahí…o yo no me acuerdo…
En fin, la nieve al fondo estaba alta, intacta, todavía compacta y casi espumosa: una inmensa extensión de lecha condensada, maleable, como arena de una playa virgen y pura.
Un espacio limpio, tierno, para mimarlo entre los dedos y luego armonizar figuras que pueden parecer vivas y frágiles en sus inmovilidades.
Esto era lo que queríamos hacer: un muñeco de nieve, con una barriga llena y dura, una cara divertida y ojos y boca sin movimiento.

Recuerdo que empezamos a transportar nieve desde el fondo hacia el espacio detrás de la casa donde las adelfas ya estaban cargadas y cansadas de llevar encima la carga de agua helada, y las rosas, tapada con celofán, nos miraban trasudando en la tibieza un perfume que ya no se expandía, solo una huella fugaz de la pasada estación.
Arrastrábamos la nieve con una caja de las que se usaban para meter las frutas y pesaba, pesaba mucho; luego la vertíamos en el lugar elegido…y se volvía al fondo a cargar.
Obviamente, cuando decidimos que la nieve ya era suficiente, la encontramos helada, congelada por el mismo frío que, gota a gota, la componía.
Probablemente nos peleamos lanzándonos encima, la una a la otra, las culpas: tenías que haber empezado a hacer el muñeco…¿por qué no lo has empezado tú? Porque yo soy la mayor…y a me que más me da si lo eres o no…
Como siempre, nos cabreábamos y entonces llegaba nuestra madre y nos llevaba a casa y todo se acababa hasta la próxima vez.

Solo más tarde, un poco más mayorcitas, llegamos a ser hermanas: entonces éramos dos desconocidas que habían vivido su infancia separadas por una u otra razón, dos personas que no se conocían y que, lo repito, eran tan diferentes entre si que parecían semillas de distintos sacos!
Sin embargo, cuando la he necesitado, ella, la Katis, siempre ha estado ahí…aún ahora, a veces, me gustaría pedirle perdón por todas esas veces que la cogí por las trenzas, que le dije que era una “moña”, que me hacía siempre perder jugando a “castellone” porque no sabía correr…
Me gustaría pedirle perdón por todos esos errores que tuvo que sufrir, mis errores, errores de una vida quizás demasiado desordenada.

Le pedí perdón, pero hay en mi como una cierta clase de pudor: a veces ni me daba cuenta que me estaba equivocando, vivía con prisa y de prisa y sin tregua, no frenaba nunca, corría siempre hacia ésto o aquello.
Luego regresaba a casa, a veces sí y otras no, y me lamía las heridas como un gato doméstico y a la vez fiero e indomado y siempre la encontraba esperándome.

Cuando supe, hace días, que lee mi blog, llore. De felicidad porque por fin, sin pensarlo, puedo verdaderamente regalarle mi corazón, ese corazón de vidrio soplado que tengo en el pecho y que a veces pretendo que sea más frío y polar de lo que realmente es.
Sin embargo, ella lo sabe como soy y lo que soy, conoce mis imperfecciones, pero también mi firmeza y resistencia…y me quiere así, sin más .
Una vez más pido perdón, a ella porque a menudo le hice daño, concientemente o no: su respuesta siempre ha sido una mano tendida y por esto, y por mucho más, te quiero mucho Katis       
Saluti e baci...

No hay comentarios:

Publicar un comentario