miércoles, 10 de noviembre de 2010

Érase una vez...

La ciclo génesis se ha ido, o al menos así parece. El viento ya es solo una brisa ligera, aunque el cielo esté tan luminosamente azul que da escalofríos.
Hay una pequeña luna, brillante y afilada, como una coma que es justo una conjunción en el cielo, de las que ponen puntos o pausas que se repiten desde siempre.
Me despierto temprano, como antes, como si hubiese alguien que me llama a una hora establecida: casi siempre, es el dolor que siento en mi pie y en mi pierna que me llama con crueldad, y algunos toques físicos, como el dolor por ejemplo, no se puede aparentar que no se oigan.
Pero no tiene importancia, de esta forma el día es más largo y lo veo nacer dulcemente, teñir de rosa cada cosa, matizar los perfiles desde la obscuridad hacia la luz con sabía maestría: la misma que, en cada momento, me ayuda a experimentar cuanto sea grande lo que me rodea y cuanto sea pequeña yo.
Soy la “chica del amanecer” aunque haya vivido muchos ocasos.
Siempre me emociona la luz que llega con pequeños pasos, siempre me enamoro del sol que se renueva…será que también mi nombre tiene su origen en él !

Ayer fue un día de fiesta, cualquier día que pase con José lo es, charlando o riéndonos, viendo una película como hicimos ayer o simplemente tirados en el sofá mimando a Ghiaccio que nunca se harta de mimos.
Vivo siempre citas cerrada con la soledad, paso días enteros hablando conmigo misma en mi mundo hecho a menudo de silencios.
No lo celebro, pero tampoco ya me quejo: tengo muchas más cosas bonitas que malas en las cuales descansar y por las cuales ser feliz.
Escribir es mi compañía, escribir y luego borrar y volver a escribir. Me acompaña en las horas vacías del amanecer o durante el día, con el porte milenario de quien ya no tiene prisa…encontrar o buscar…cada vez, lo que viene es algo envuelto en papel de regalo…y no puedo pedir más a la vida.

Ayer cociné salchichas frescas con champiñones y me vino a la mente mi madre, prepotentemente; no es que no esté siempre a mi lado, pero hay veces en las cuales la siento más presente, como un efecto físico que me relaja y me conmueve.
Porque la salchicha está entre los sabores que me llevo conmigo desde la niñez. Se comía muchas veces salchicha en mi casa, quizás porque costara poco, o simplemente porque era una de las pasiones de mi madre!
Todavía me acuerdo de unos bocadillos con salchicha, las “tartine” de Adriana, -un tipo de pan redondo, un poco aplastado, con muchas migas-, recién sacadas del horno, que cuando las cortabas dejaban salir como una pequeña línea de humo caliente que parecía tener su propio olor y su propia vida.

Las cociné con los champiñones,como dije, porqué a José no le gustan las setas…y tampoco la polenta…no puedo de verdad entenderlo aunque lo intente!
Ante todo, salteo las salchichas en una sarten casi sin aceite, solamente una pincelada en el fondo, porque cuando se marca a fuego alegre la carne, la cadena de moléculas que la compone se queda intacta, se bloquea y el resultado es un punto de sabor muy muy especial.
Las pincho aquí e allí, así la esencia se sale, se desengrasa y va a formar una base para el guiso que saldrá.
Cuando coge color y la piel se transforma en un envuelto crujiente, vierto un vasito de brandy y, como en un festín, todo empieza a saltear, alegre y divertido, emborrachando sabor y olor y, al clímax de las danzas, las saco del fuego y las dejo reposar…
Entonces hago un sofrito con puerro y zanahoria que luego dará a la salsa esa fragancia dulce y anaranjada que me gusta mucho.
Mi madre nunca hizo un sofrito, todo a crudo, decía, que así es más saludable…pero yo no puedo resistirme a la sensación olfativa que se libra, rompe las cadenas, vive vida propia, cuando las verduras se deja mimar por el fuego lentamente y luego emite ese aroma misterioso que parece parte de un contacto de amor, la verdura y el fuego y el aceite que se funde en el abrazo con el ajo…
Añado los champiñones y, sin prisa, el aceite los besa, voluptuosamente, escondiéndose en sus corazones.
Luego añado un picado de tomates, dejo que encuentre su lugar, que se haga espacio en la relación ya empezada y lo dejo allí, minutos de olvido total, incorporándose y manejando ya el gusto de cada ingrediente.
Añado un poco de agua de vez en cuando, pero sinceramente me aparto: no tiene sentido mirar desde muy cerca una relación tan privada, pongo la tapa y me olvido de ello durante al menos una media hora.
Solo en los últimos diez minutos, cuando la salsa ya se ha hecho más espesa, casi una crema, añado las salchichas con las lágrimas que han vertido al ser pinchadas y vuelvo a abrir las danzas, al principio con fuego vivaz, luego sin prisa…que la prisa mata cada cosa, en la cocina y en cada rincón!

Eché de menos a la polenta, aquí non consigo encontrar la harina: encuentro las instantáneas, pero no es la misma cosa.
Me fascina la harina, cualquier harina, porque, trabajada, se transforma, en las manos o sobre un hornillo, se une y se vuelve una sola cosa.
Y la de maíz, granitos de polvo de oro -parecen las pecas del sol-, para mí tiene el verdadero significado de la casa, de los orígenes, de las raíces campesinas.
Para mí, hija del norte, no podría ser de otra forma: no recuerdo ningún cuento de mi abuela que no tuviese en sí la polenta, dura, cortadacon un hilo de acero, en rebanadas como el pan y luego puesta en los platos: tanta gente alrededor de una mesa, delante de la chimenea o de la estufa de leña, y a turno frotaban la polenta sobre comida que colgaba desde el techo, embutidos o arenques secadas y saladas por ejemplo, porque la polenta cautivase al menos su olor si el sabor se tenía que quedar,al contrario y forzosamante, en el deseo. El poco dinero de una cosecha, o el sueldo pobre y sudado en la hilandería, no permitía que junto a la porción de polenta hubiese un “salamino” para cada uno, a veces uno dividido en tres, como a menudo ella me decía.

Otros tiempo, otro vivir que sin embargo tengo claro en mi mente porque lo viví a través de las historias que, al fin y al cabo, son también las mías. Tradiciones que ya no hay, que se quedan pero colgadas fuertemente al corazón y vuelven constantemente porque, en el recuerdo, nada nunca muere.
Saluti e baci…       
  

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