sábado, 6 de noviembre de 2010

Cocinar es para mi una mezcla de energías y pasiones, una magia que renueva y transforma los elementos.
Es casi química, sin números, pero sí con experimentos constantes: el resultado es el hechizo de la transformación de un estado a otro.
Es bonito, me gusta ver como la harina se mezcla con el agua, por ejemplo, para volverse una masa blanda, pegada a los dedos como hiedra a una verja. Luego elástica y porosa cuando la levadura le permite respirar, le sopla dentro un aliento sutil que parece viento pero sin fuerza, un viento inventado. Y burbujas que la llenan, cual matrona entrada en años. Sin embargo no está gorda, está hecha solo de aire, y lo ves cuando tienes que desinflar esa masa de suave armonía, casi peleando con los puños cerrados para llevarla de nuevo a una dimensión inferior, más pesada, ya sin aire y maleable bajo los dedos.
Y las manos, mágico instrumento de fuerza y poder, sumergidas como intentando inventar, olorosas de pan primitivo, todavía no hecho. Mientras la bola de harina y agua coge forma y se transforma en pequeña barra o “rosetta” o lo que viene a la mente en ese instante, yo me siento ese artista que me habría gustado ser y no soy, ese escultor que destaca sobre los elementos dominándolos. O quizás, simplemente, buscando a través de sus fuerzas para encontrar la suya.
Hago casi cada día el pan para recordar, recordar mi infancia y sus olores. En la esquina, el perfume venía desde la tienda de Adriana – una tahona vieja más que antigua – que echaba, en la mañana fría, una pequeña nube de fragancias cotidianas, pan y “focacce” dulces y saladas…
Poca cosa, pocos géneros y casi siempre los mismos. Pan común y mas refinados, con aceite o leche, gallegas o pan francés, “rosette” o barras y dos tipos de “focacce”, una dulce con granos de azúcar casi transparentes y derretidos en el calor del horno, ennegrecidos aquí y allí… si llegabas un poco mas tardes ya no encontrabas ni una; la otra salada, con piedrecitas minúsculas de sal gorda esparcidas por encima desordenadamente.
Para mí, niña comilona y golosa, una invitación al hambre: un bocadillo de mortadela o de mantequilla y azúcar o nutella… y los recuerdos se vuelven sutiles para traspasar los rincones de la memoria. A veces son retales de un libro amarilleado por el polvo del tiempo, azafrán disuelto en lugares quietos donde correr ya no tiene sentido porque el tiempo, ya, se ha parado. Y que sin embargo se queda ahí para que alguien lo hojee, de vez en cuando, para no olvidar lo que uno ha sido y que, a lo mejor, todavía es. Como un cuaderno de poemas dejado en la mesilla, nunca olvidado, que se coge y se lee a pequeños sorbos, sin exagerar.
Y remodelando la arquitectura de un patio, todavía veo un cilindro de piedra sobre el cual sentarse a esperar a mi madre y la bicicleta roja y medio estropeada aparece al fondo de la calle. Que extraño efecto ejerce el perfume de la comida sobre mí, no impregna solo la nariz, penetra profundamente hasta tocar la mente y el corazón con sus raíces que se aventuran afuera, en el aire, en círculos imaginados. Reconstruye episodios y sensaciones, engaña el recuerdo, hace trampas y lo transforma en códigos reales, reales para mí al menos…
Po este motivo y por otros más, casi todos los días, como he dicho, hago el pan y uno en particular me gusta mucho: pan con aceitunas, fuerte y decidido, un sabor que se casa consigo mismo rellenando su barriga de perfume y consistencia esencial.
No quiero escribir aquí recetas, no pienso sirva de algo: si alguien algún día las querrá, atrapado por el frenesí de la química, puede pedírmelas…
Pero hay algunas, las de mi madre, las que encierran el secreto de al menos tres generaciones y que cuentan historias y vivencias que no me parece justo contar, esas mismas no quiero compartirlas con nadie. Tienen dentro de sí la sonrisa y la fuerza de mi madre, su gentileza áspera y silenciosa. Me recuerdan sus manos llenas de callos que daban caricias rudas pero se fundían literalmente en el corazón porque justo ahí dentro nacían y crecían para luego ser un regalo, deseado, buscado, inmenso.
Por eso mismo son mías y no puedo compartirlas: nacieron antes que yo en esa familia matriarcal y campesinas donde los hombres parecían ser solo un apéndice y se morirán conmigo porque después no hay ninguna niña a la cual regalar estas mismas sonrisas.
Porque, en el fondo, también cocinar es devolver a la vida a un pasado que se sitúa al límite de tu futuro, que lo acaricia y lo empuja a crecer y volar: para mí, autodidacta en la vida y en la cocina, es mucho más que aceite en una sartén y freír un filete. Es abrazarse y abrazar a los que están delante de mí, esas personas que tengo conmigo y que tuve, ese ritual mágico y perenne de la existencia.
Recoges los frutos de una Tierra Madre y los haces tuyos y se transformar dentro de una olla, un molde o en tus manos.
Esa Tierra Madre que fue también madre de mi madre y de mi abuela y de todas aquellas que las precedieron.
Para mí cocinar no es como pasar el tiempo y aún menos gastarlos: es como vivir junto a los elementos que, por alguna remota razón, se me ofrecen y que hago míos con el respeto y la serenidad de sentirse, sobre todo, parte de una tradición, Y cuando cocino no estoy sola del todo porque alguien, de alguna forma, me está acompañando dentro de recetas centenarias, de memorias antiguas, y sabias proporciones, de nueva esencia cuando las reinvento buscando no violar su núcleo vital.

La noche está bajando, nubes rosas en un horizonte lejano.
Delante de mí la piscina, a la derecha un sauce llorón que parece recordarse sin perspectiva en la cumbre de las montañas.
Está bajando la noche y yo me recojo como en una cáscara de sombras largas y anchas, esperando que me lluevan nuevas ideas….

Saluti e baci….

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